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Moby Dick: Ensayo sobre el peso del alma.

Inspirado en la película "La ballena". Cuando la ballena no es más que una excusa.

San Miguel de Tucumán, Tucumán

El cuerpo, ese lienzo grotesco donde se pintan las miserias del alma. Era imposible no mirar el suyo sin sentir una mezcla de repulsión y tristeza. Cada pliegue, cada capa de carne, era como un eco de los gritos que no se atrevió a lanzar.

Su piel, estirada al límite, no era más que un mapa torcido de los caminos que lo habían llevado al borde del abismo. Comer se había convertido en su única oración; la grasa, en su mortaja anticipada. Su cuerpo era un monumento al dolor, un castigo autoimpuesto que no necesitaba verdugos porque él mismo había asumido ese rol.

El cuerpo de Ballena

Y allí, en esa pequeña sala sofocante, rodeado por paredes que parecían cerrarse como su propia existencia, guardaba un papel. Un ensayo, escrito por manos pequeñas e inocentes hace años, cuando aún podía llamarse "papá" sin que la palabra sonara como una broma amarga. Ese papel era su alivio y su tortura. En cada frase podía sentir a su hija: la niña que había dejado atrás, como se dejan las promesas vacías.

A los ocho años, había escrito sobre una ballena, esa criatura inmensa y trágica, el corazón de una historia que distraía a los lectores con su descomunal presencia para evitar que vieran lo que realmente importaba: el dolor del autor.

La ballena no es más que una excusa, decía el ensayo, un reflejo grotesco para ocultar el sufrimiento humano que resulta demasiado insoportable de mirar directamente.

Él leía esas palabras como si fueran un bálsamo y una herida al mismo tiempo. Las letras de su hija, impregnadas de una comprensión casi sobrenatural, eran lo único que lo anclaba a la vida.

Cada vez que su corazón parecía rendirse, cada vez que la oscuridad lo devoraba, buscaba ese papel arrugado y se aferraba a él como un náufrago a un madero. Porque ahí, en esas líneas infantiles, veía lo único bueno que había hecho en su vida: traer al mundo a alguien capaz de escribir algo tan puro, tan desgarrador. Pero también veía el espejo de su propia existencia.

Pequeño escrito en la ballena

Él era la ballena. Era ese coloso incapaz de escapar de su propio peso, de las aguas profundas que lo ahogaban desde dentro. Su gordura, su encierro, su abandono de sí mismo eran una forma de exponer su sufrimiento, pero también de esconderlo. Porque el dolor que cargaba en su cuerpo era solo una sombra del dolor real, el que no podía poner en palabras: la culpa de haber abandonado a su hija, de haber permitido que el amor de su vida se desmoronara bajo el juicio de un mundo cruel.

"Su cuerpo era su confesión, y a la vez, su refugio."

Mientras leía el ensayo, sentía que la ballena lo miraba desde el papel, como si lo desafiara a enfrentar su verdad. Pero, ¿cómo enfrentarse a algo tan grande? Era más fácil hundirse, permitir que el peso lo arrastrara hasta el fondo. Sin embargo, ese papel también era su redención. En él estaba la prueba de que algo suyo había sobrevivido al desastre. Su hija, aunque distante, era el único testimonio de que no todo estaba perdido.

Al final, cuando decidió dejar todo lo que tenía para ella, no era un acto de generosidad, sino de desesperación. Era su última oportunidad de decir: Aquí estoy. Esto es todo lo que puedo darte. Perdón por no haber sido suficiente. Y quizás, en algún rincón de su mente, deseaba que, al leer el ensayo nuevamente, su hija pudiera comprender algo que él nunca pudo decir: Te amo, y lo siento.

El grito de la ballena.

Porque, al final, todos somos ballenas. Todos cargamos un peso invisible que a veces se hace carne. Todos tenemos un dolor que escondemos tras excusas gigantescas, esperando que nadie lo vea, y a la vez deseando que alguien lo entienda.

¿Cuántas veces nos hundimos porque el peso del pasado parece demasiado grande para soltarlo? ¿Y cuántas veces nos castigamos porque creemos que no merecemos redención?

La historia de él es la historia de muchos. No todos llevamos nuestro dolor en el cuerpo, pero lo llevamos en el alma, en las decisiones, en las palabras que no dijimos y en las que nunca dejamos de repetirnos.

Somos la ballena, y también somos el capitán obsesionado con cazarla. La pregunta es: ¿cuánto más estamos dispuestos a hundirnos antes de soltar el arpón?.

Los pies de ballena.