La generación de cristal es el reflejo más patético de nuestra época. No saben perder porque jamás han intentado ganar de verdad. No toleran la falta porque han crecido creyendo que todo se les debe.
No soportan la frustración porque nunca han aprendido a enfrentar el dolor. Son niños con vello en los testículos, lloriqueando por cualquier cosa que no encaje con su fantasía de un mundo perfecto.
"Todo les ofende, todo les hiere, pero no tienen la menor intención de cambiarlo porque eso implicaría mirar al espejo y aceptar que el problema no está afuera. Está dentro de ellos mismos."
Estos hombres rotos –si es que merecen llamarse hombres– jamás pondrían un pie en terapia. ¿Cómo podrían? La terapia no es un lugar para quejarse ni para buscar consuelo. Es un campo de batalla donde se desmoronan las mentiras que te cuentas y te enfrentas al peso brutal de tu responsabilidad. Y eso, para ellos, es imposible.
La generación de cristal ha sido entrenada para huir de todo lo que les incomode, para refugiarse en el victimismo infantil de quien culpa al sistema, a la sociedad, a los padres, a la pareja, a cualquiera, menos a sí mismos.
El problema no es la fragilidad; el problema es glorificarla.
No se trata de sentir, sino de saber qué hacer con lo que sientes. Pero estos hombres se han rendido antes de empezar. Prefieren quejarse, llorar y esperar que alguien más los salve. ¿Cómo podrían ir a terapia, si la terapia exige lo que ellos no tienen: valor? Porque, y esto es algo que la generación de cristal no puede comprender, la terapia no es para los débiles. Es para los que están dispuestos a asumir el control total de su vida.
Por otro lado, está el macho de cartón, el que piensa que ir a terapia lo hace menos hombre. El que tapa sus miserias con ruido, con una virilidad mal entendida que no es más que cobardía disfrazada. No van a terapia porque enfrentarse a su propia mierda les resulta aterrador.
Es más fácil ahogar sus demonios en alcohol, gritos o silencio que admitir que algo está mal. Pero ambos, cristal y cartón, comparten una misma raíz: la incapacidad de asumir responsabilidad.
La verdadera masculinidad no tiene nada que ver con aparentar. Se construye sobre tres pilares: asumir tu propia vida, liderar tu existencia y actuar con conciencia. Esto significa enfrentarte a ti mismo, aceptar tus carencias y trabajar para trascenderlas. Y sí, eso implica incomodidad. Implica mirar al dolor de frente y no retroceder.
La terapia no es para quienes buscan excusas, ni para los que esperan un salvavidas. Es para hombres que entienden que la vida no se les debe, que el mundo no está aquí para acomodarse a sus caprichos. Es para quienes deciden tomar las riendas de su existencia, no desde la queja, sino desde la acción.
Al final, ser hombre no se trata de cuántos golpes puedas recibir sin llorar, ni de cuántas palabras te hagan explotar. Ser hombre es tomar la responsabilidad total de lo que eres y de lo que quieres ser. Es aprender a vivir con la falta, con la frustración, con el dolor, porque solo a través de ellos creces. Es dejar de culpar al mundo y empezar a construir el tuyo.
La generación de cristal, con su fragilidad endiosada y su incapacidad para aceptar la realidad, nunca entenderá esto. La terapia no es para ellos, ni lo será jamás. Pero para quienes deciden ser hombres, hombres de verdad, la terapia es un arma, un mapa y un refugio. No porque te salve, sino porque te obliga a salvarte a ti mismo.
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