Todos los días despertamos con un hábito inconfesable: extender la mano hacia la pantalla. Allí, entre cables invisibles y datos que viajan a la velocidad de la nada, nos espera el universo entero. Redes sociales, las llamamos. Un mundo donde la felicidad se filtra, donde cada sonrisa escurre bajo un algoritmo, donde el éxito se mide en likes y la existencia parece reducirse a la aprobación de quienes ni siquiera conocemos.
Es curioso cómo nos hemos acostumbrado a esta moralidad de plástico, una ética prefabricada que se recicla con cada nueva tendencia.
Ser "auténtico" es posar en un amanecer cuidadosamente editado. Ser "empático" es compartir una tragedia ajena con un emoji de tristeza. Nos indignamos colectivamente por el tema del día, pero al caer la noche, lo olvidamos. ¿Quién tiene tiempo para la profundidad cuando el scroll infinito no espera?.
Y en esta vorágine, nuestra conexión, esa que debería unirnos, se convierte en un enjambre de datos vacíos. Hemos cambiado el calor de una mirada por el brillo de una pantalla; el tacto humano por el frío vidrio de un teléfono. La conexión está ahí, pero sin contenido, sin trascendencia.
¿De qué sirve estar "en línea" si hemos perdido el hilo de lo que somos?
El consumo se ha vuelto autofágico. Nos devoramos a nosotros mismos en un intento desesperado por llenar un vacío que crece con cada notificación. Publicamos para ser vistos, pero cuanto más mostramos, más nos escondemos. Somos náufragos en una isla saturada de imágenes perfectas, incapaces de mirarnos al espejo sin el filtro de la comparación.
Hemos caído en el vicio de la banalidad. Vivimos a toda velocidad, pero sin avanzar. Reímos, lloramos y opinamos, todo a través de un teclado, pero rara vez nos detenemos a preguntarnos por el sentido último de nuestros actos.
Porque preguntar es incómodo, y en este mundo de gratificaciones inmediatas, la incomodidad es un sacrilegio.
Sin embargo, algo dentro de nosotros, callado pero persistente, aún se atreve a cuestionar. ¿Qué hemos perdido en esta virtualidad que lo consume todo? ¿Dónde quedaron las conversaciones cara a cara, las risas sin espectadores, los silencios compartidos sin la necesidad de llenar cada segundo con un "contenido"?
Te hablo a ti, lector. Sí, a ti, que quizás estés leyendo esto desde tu teléfono, una pestaña abierta entre mil distracciones. ¿Cuándo fue la última vez que soltaste el dispositivo y miraste el cielo? No el cielo de las fotos de Instagram, sino el real, ese que no tiene filtros ni comentarios.
No te escribo para juzgarte, porque yo también he caído en esta trampa. Te escribo para acompañarte, para recordarte que aún hay tiempo de volver. No te dejes consumir por este mundo que te exige más y más mientras te da cada vez menos. La pregunta por el sentido de la vida no tiene por qué ser un peso; puede ser una brújula.
Apaga la pantalla. Aunque sea por un rato. Vuelve a lo que importa, a lo que está más allá de los datos y los cables. Redescubre el mundo que no necesita notificaciones para existir. Y si algún día sientes que el vacío te alcanza, recuerda esto: no estás solo.
Todos estamos perdidos, pero también todos podemos encontrarnos.
Porque al final, no importa cuántos likes acumules. Lo único que importa es que cuando apagues las luces, cuando el silencio te abrace, te sientas completo. Sin filtros. Sin espectadores. Solo tú, y la verdad de lo que eres.
Enamorarse desde el trauma no libera. El ciclo se viste de masoquismo.
¿Qué son los códigos sagrados Agesta? Energía amorosa universal para la transformación personal
Cuando empiezas a buscar trabajo empiezas a recorrer un camino , donde la motivacion para seguir ade...
Uno de los grandes milagros de la vida es poder transformarnos. Creencias limitantes.